Viajes Iniciáticos: El Páramo

Intrincarse en la puya es dejarse desgarrar. Porque el paso obligado no es levitación, sino sangrado: rendirse a la herida de la planta que no pregunta, que no acaricia. Adentrarse justo ahí, donde la maraña devora, donde la trampa sonríe, donde las raíces, hinchadas como venas airadas, rechazan toda forma de civilización con un gruñido vegetal. La selva no es madre. Es una matriz violenta. No acaricia, ataca.

Contemplarlos: Los filos rocosos como ancianas que guardan secretos en las encías. Una piedra se parece a una madre que amasa a su hijo hasta quebrarlo. Otra, a un Frankenstein sin nombre. ¿Dónde está Víctor? ¿Dónde está su monstruo? ¿Dónde está el gesto humano que se escurre entre rocas que respiran con aliento de siglos?

Alzar la cabeza no es observar: es entregarse. Al templo, a la trayectoria del águila, al tajo dorado del colibrí que corta el cielo con su lanza diminuta. Ese que se cruza solo para dejar claro que el aire también es suyo. Que tú, intrusa, ahí, no eres dueña de nada.

Echarse junto a la laguna: suplicarle. Que no solo santifique, que profane también. Que entre con sus dedos líquidos en los pliegues del pensamiento, en lo oscuro. Que no solo bendiga al cuerpo, sino que hunda las ideas hechas moho y les arranque las costras. Pedirle que me arrastre. Que me haga lodo. Que me borre.

Percatarse de que los pasos no son pasos, sino simulacros. Que nadie se anda  a solas donde la ley no es hombre sino bestia, donde el páramo dicta, devora, escribe sobre las plantas los nombres de quienes no volverán.

Rogar. Para que los rayos no toquen el suelo, sino la carne enferma del abusador animal. Nacido aquí, hijo del frío, pero ajeno al latido de la montaña. Más pálido que la tierra desteñida que su bota ha vuelto infértil. Vomita insultos, escupe violencia sobre los lomos de los perros que lo cuidan. Ojalá el mordisco del perro mayor, ese que todavía cree, le estalle el vientre con la descarga eléctrica que el cielo le negó. Ojalá.

Los pajonales. Los musgos. Los líquenes. Así es mi panza. Un ecosistema de dualidades: húmeda y seca, caliente y fría, llena de simbiotas que resisten, que supuran, que habitan el estómago como si fuera un altar de cosas que se pudren con dignidad.¿Dónde está su corazón?¿Dónde está el corazón del páramo?¿Hay alguno?

Todo es tanto, y por el afán, tan poco. ¿Por qué no tomé fotos al bosque de pagodas, esas estructuras de sombra y niebla?¿Por qué seguí recta por el riachuelo, con los pies golpeando puyas que querían contarme algo? Tal vez necesitaba supervivirme. Tal vez necesitaba no sentir. Ceder a mis propias trampas. Revolcarme en mis ácidos, en mis miedos con forma de raíces que no se dejan cortar.

¿Hibridación de frailejones? La ciencia tartamudea ante el misterio. Nadie puede negar el asombro de lo que tal vez nunca suceda. Y aun así, la naturaleza lo ejecuta con pulso de diosa cruel. ¿Quién es el botánico que se desespera? ¿Quién es el que no soporta la lógica de lo imposible?

¿Y qué importa el viento, si ni siquiera soy capaz de desalojar el susurro tóxico que se me ha detenido en la cabeza? Se pudre ahí. Como todo lo que amo demasiado.

El páramo. Eso queda.


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